top of page
Buscar

Demolición controlada

Actualizado: 10 sept


Imagina por un momento un árbol centenario en una montaña, doblándose con elegancia en una tormenta. No se agrieta. No resiste con enfado. Se inclina. Cede. Y al ceder, sobrevive.

 

Ahora visualiza un río antiguo, que sigue un mismo cauce durante unas cuantas décadas, hasta que una gran piedra bloquea su camino y lo obliga a buscar nuevas vías. No se detiene. No se seca. Cambia. Varía su caudal, tuerce su rumbo, encuentra nuevas grietas por donde fluir.

 

Aunque pueda parecer otra cosa, estos cambios no evidencian una pérdida de esencia; al contrario, la reafirman. ¿Qué tienen en común? No es solo que sobreviven. Es que se transforman sin traicionarse. No luchan contra la fuerza que los cambia; aprenden a interactuar con ella. Y en ese baile, descubren una nueva forma de ser, integrada con las demandas externas sin sacrificar su valía.

 

Estos dos ejemplos no son imágenes poéticas: son un espejo de nuestro mundo interior. Encarnan una verdad universal que, consciente o inconscientemente, todos vivimos en el presente.

 

En nuestro caso, las dificultades más grandes que enfrentamos, aunque parezca lo contrario, no son circunstancias externas, como las recesiones económicas, pandemias o desastres naturales. Es algo más profundo, más silencioso, más íntimo.

 

Una de estas es el colapso de los mapas antiguos: esos que nos decían quiénes éramos, qué debíamos creer, cómo debíamos amar, qué significaba tener éxito, envejecer, sufrir, morir. En el transcurso de nuestro recorrido, esos mapas, familiares, culturales... se han deshilachado y rasgado poco a poco. El problema es que, en este proceso, no tenemos nada que ocupe ese vacío. Todavía no hay sustituto sólido.

 

Por ejemplo, en la sociedad actual vemos estos reflejos supletorios insuficientes: el dinero como nuevo ídolo; el dato como nueva verdad; el consumo como nuevo ritual; la tecnología como nueva salvación.

 

Vivimos entre dos mundos, después del colapso, antes del renacimiento. Y eso, aunque no le pongamos nombre, nos genera una inquietud sorda, una sensación de orfandad, como si nos hubiésemos perdido entre calles que conocíamos de memoria.

 

Pero, en el fondo, no estamos perdidos. Estamos en tránsito. Y lo que sentimos no es un fallo, sino un despertar: el despertar de esa guía interior que no negocia, no pide permiso, no calla. Simplemente es. Y si la ignoramos demasiado tiempo, no se apaga: crece. Hasta que un día irrumpe en la vida y lo llamamos “crisis”, cuando solo es el eco de todas las veces que no nos escuchamos. Acceder a esa voz no exige gurús. Exige descenso. Exige silencio. Exige valor. Y entonces comprendemos y aunque solo sea por un momento, dejamos de ser personajes de una historia ajena.

 

No obstante, existen actitudes básicas que obstaculizan esta autoexploración, como la intimidación, el escepticismo y la apatía.

 

En orden sucesivo, la intimidación provocada por la magnitud del universo interno nos mantiene temerosos y titubeantes; las dudas del escepticismo respecto a nuestro valor, legitimidad y permiso nos impiden abrir puertas que aparentan estar cerradas; y la apatía nos dice que todo es demasiado trabajo y que deberíamos simplemente tomarnos el resto del día libre.

 

Además, las adaptaciones de la infancia tienden a convertirse en un sistema operativo interno reflejo, y nuestras vidas evolucionan principalmente hacia comportamientos adaptativos de estímulo-respuesta que dictan nuestros patrones dominantes. Asimismo, nuestra necesidad de seguridad y previsibilidad nos obliga, desde la infancia en adelante, a “narrar” nuestras experiencias ambientales e intentar darles sentido mediante una historia que puede o no explicar con precisión aquel momento formativo, pero que años después impone al mundo nuevo los patrones y limitaciones del antiguo.

 

En consecuencia, todos tendemos a quedar atrapados en nuestras respuestas adaptativas y actitudinales, separándonos cada vez más del propósito que nuestro alma tiene para nosotros.

 

Con el tiempo, esas estrategias se transforman en frases como: “No soy suficiente”, “Seré abandonado”, “Mi valor depende de lo que hago”. Estas no son meras creencias. Son lo que los analistas llaman complejos: núcleos cargados de emoción que distorsionan la percepción y el comportamiento sin que lo notemos. Actúan como programas: atraemos a quien nos invalida, huimos de quien nos ama, saboteamos el éxito.

 

Y entonces surge la pregunta: ¿Cómo elijo vivir frente a esto que no controlo?

Gobernar tu vida no significa controlar el mundo. Sanar del trauma es despertar de una pesadilla, es dejar de ser víctima de lo que pasó para ser gobernante de lo que queda por vivir.

 

Pero la madurez se mide por la capacidad de tolerar el abrazo de lo desconocido y permitir que lo viejo muera para que lo nuevo nazca. La psique es simbólica, poética. Crea constantemente nuevas imágenes, nuevos mandatos, nuevos caminos. Resistirse a ese flujo estanca, enferma, lleva a la depresión, a la autodestrucción, a la vida en piloto automático.

 

Pero cuidado, incluso lo sagrado puede volverse cárcel. Lo que hoy inspira, mañana puede ser un ídolo vacío, si se venera en lugar de dejarlo evolucionar. Aferrarse a rituales, creencias o roles pasados, por muy “espirituales” que parezcan, es idolatría del ego. Aleja lo sagrado.

 

Por ello es importante no buscar respuestas fijas. No se trata de tenerlo todo resuelto. Se trata de estar despierto y de atender nuestros sueños, de honrar los conflictos, de gobernar desde el centro, aun cuando los edificios se derrumben.

 

 
 
 

Comentarios


IGOR OJINAGA

bottom of page